sábado, 3 de enero de 2015

La Frentona, reencuentro.

Estuve esperando alegremente, emocionado, feliz. No podía creer cómo esa mujer que había sido aquella a la que le juraba amor eterno con la inocencia pura del niño (aquella genuina, imposible de fingir) estaba dirigiéndose a mí, el mismo muchacho que se había dedicado dos años atrás a buscarla, a hacerla feliz (con la misma pura inocencia, ésa que tanto pretendemos fingir cuando nos hacemos mayores, pero que sólo es real en aquellos primeros amores, cuando no tenemos conciencia de que sea inocencia: Para nosotros es amor); y que ella, no había hecho más que rechazarme.

¿Estaría ahora, sintiendo rencor? ¿Era mi malicia adquirida inevitablemente con el transcurso de los años, los amores y en especial: las pieles y sus placeres, capaz de volver a este sueño frustrado, que se dirigía a mí lentamente, en aquel autobús de pasajeros: en una venganza?

No sé, creo que el simple hecho, de que estás dudas orbitaran en mis pensamientos disfrazadas con el color del agua, eran un síntoma inequívoco de que ya yo no era el mismo niño con amor eterno que fui. Ni ella era tampoco esa mujer de mis sueños que nunca fue (más allá de mi ignorancia inocente, de creer que el amor que cambia al que lo siente, puede cambiar al que lo recibe). De todas formas, mis ganas de verla, de sentirla: como el regreso de algo que creíamos perdido para siempre (Suponiendo que la intuición de un sentimiento pueda valer como uno), embriagaban mi presente haciéndolo transcurrir con una violenta ansiedad.

Usualmente la ansiedad hace que el tiempo se haga lento y frustrante, pero ella apareció rápido ¿Era la suerte del infiel, la bendición del diablo, la que hacía que el tráfico, desde pueblos con tantas estaciones de distancia, se encontraran vacías al momento de que este dulce pecado se dirigía hacía mí? -No, ella había tomado un bus que no atravesaba los pueblos, sino que viajaba en la autopista para llegar sin hacer paradas molestas.

Si bien la decepción de que el diablo no estuviese de mi lado, no fue nada en comparación con la emoción de saber que tomaba un bus más costoso para verme más rápido (O por simple comodida de no estar tanto tiempo en un sitio tan caluroso y lleno de tantos malos olores. Siempre es de una graciosa ironía la diferencia entre los hechos y nuestras interpretaciones).

-Se bajó del transporte público y se dirigió a mí, dándome un improvisto beso en la boca-

Por instantes no logré comprender el placer de sentirme tan especial, de que ella se sintiera tan orgullosa de ser la mujer de ese chico que la esparaba. De gritárselo al mundo, en ese silencioso símbolo del grito de las pieles, que es el beso.

Tan sorprendido estaba que no me dio tiempo de cerrar los ojos, y pude ver que un hombre se quedaba boquiabierto; evidenciando así, que venía molestando a mi chica (¿Lo era? ¿Qué acaso no fue mía en ese pequeño instante?) Tal vez coquetándole, como es frecuente en los autobuses que hagan los hombres. Buscando sexo debajo presupuesto, tantenado a cada mujer:"A ver si tal vez es puta, uno no sabe", sin importar como se pueda sentir esa extraña, y muchas veces bella mujer al respecto: "uno es hombre, uno siempre insiste, allá ellas si caen".

Al reaccionar, pensé enseguida en la Chama. Primero, en lo bien que se siente que te besen en público. La Chama, por su condición de amor furtivo, nunca me daba afecto en público. Y se sentía bien, que mi chica le enseñara a todos quién es su hombre. Luego una sombra bajo a mi estómago, para prácticar boxeo con él. Venían esas frases tan populares: "Cuando uno anda escondido siempre lo ven", o, "No hay nada oculto entre cielo y tierra". No andaba escondido, no era infiel, en teoría. Pero hay algo más allá, algo que te empuja a sentir que aunque termines con alguien, sigues siendo suyo. Y eso me llenaba de terror. Es decir, la idea de que la Chama se entere de mi escape y que eso signifique perderla para siempre.

Una parte de mí, muy ajena a mis deseos, a mi piel, a mis actos, me decía que si me acostaba con esta mujer, mi pacto con Dios se quebraría y, enseguida la Chama dejaría de ser el amor de mi vida. Pero por otro lado, ella y su aroma poseían mi piel de las fragancias más arrebatadoras y los deseos más descontrolados. Porque cuando uno desea bajo las normas, el compromiso y la lealtad, los deseos son siempre bajo un control y seguridad, que con el tiempo se vuelven insoportable.

Recorrimos las calles hasta mi casa, tomados de la mano. Cuando pasamos junto a la calle de sus tíos, le pregunté si deseaba soltarme, para evitar ser vistos. Su respuesta heló mi espalda, mi próstata, es decir, me extremeció: sostuvo mi mano aún más fuerte, y con la valentía de un adolescente estúpido, esa que me avergüenza admitir que carezco, me dijo: No importa, que me vean. Y eso me excitó de una forma en la que la Chama nunca había logrado ¿Sería más grande? Lo dudo, pero la novedad, la diferencia del carácter valiente de una y cobarde de otra, marcó huellas hondas, que sólo podían llenarse con sexo; y que paso a paso, se ahondaban más. Dejando mi garganta hecha un pozo seco... deseoso de su piel, su aroma, su sexo.

Cuando llegamos a casa, fuimos a mi alcoba. Era la primera vez que alguien que no fuese la Chama entraba a mi recámara. Mis familiares estaban durmiendo, no nos sintieron entrar. Cuando cerré la puerta, instantáneamente me dijo que no tenía mucho tiempo. Ésto me desconcertó, pero mis deseos no tardaron en ignorar cualquier desánimo y la invitaron a acostarse.

La noche anterior le había dicho en un texto que deseaba mostrarle mi mejor beso, lo que había aprendido el tiempo que estuvimos separados. No sé si eso le pareció repugnante, ahora que lo medito, a mí me hubiese dado asco en su posición. Lo cierto es que ignoró mi mensaje preguntándome otra cosa, que no recuerdo.

Me acosté a su lado, cerrando los ojos y besándola despacio, sintiendo ese fuego que revivía desde aquellas viejas promesas del pasado, y ahora se hacían presente y carne.

-me detuve antes empezar el beso-

Iba a decirle que quería darle mi mejor beso, por alguna extraña razón me parecía que era una línea buenísima para seducir.

Pero su teléfono sonó.

Que contestara me enfureció, así como nos enfurecemos los tímidos: mordiéndonos la rabia por miedo a decirla. Mi rabia casi se escapa del silencio cuando descubrí que era un chico, y que además, no hablaban de nada urgente que mereciera interrumpir la ceremonia. Me sentí tonto.

¿El gesto del beso?

¿Me besó con tanta seguridad sólo porque su amante estaba a kilómetros de distancia y aquí nadie la podía pillar?

La Chama jamás me haría nada así, pensé.

Entonces me invadió  un deseo de venganza, que luego se hizo solamente deseo. Y empecé  a besar su cuello, ella reía como no había reído antes en todo nuestro rato juntos. Me miró con sus ojos saltones y tiernos, con una complicidad inexplicable. Seguí bajando hasta sus senos y destapé por primera vez sus pechos. Nunca los había si quiera imaginado. Hasta ese momento no había caído en cuenta de que jamás la había imaginado desnuda, así de puros eran mis infantiles sentimientos. Pero ahí estaban sorprendiéndome sus pequeños pesones color café. Y un sabor de plástico que tiene la piel, que beso a beso con el pasar de la lengua va siendo salado por el sudor; y luego, dulce por los deseos. Los de la Chama eran diferentes, enormes senos, bellos con ropa o acostada, pero caídos por su propio peso, y de enormes aureolas, que me gustaba recorrer en un movimiento de larga y lenta espiral, que iba haciéndose pequeña y terminaba en su hinchado peson. Mientras mi lengua lo iba erizando con cada lamida. Y ahora, hacia lo mismo con la Frentona de medianos senos. Que en nuestros viejos tiempos tenía rizos que me fascinaban y ahora estaban alizados, sobre mi cama.

Colgó la llamada violentamente, sentí placer de ser superior a ese otro hombre. Me preguntó qué pretendía. Respondí que darle mi mejor beso. Lo dudó, me vio como si jamás haría eso, como si mis intenciones la ofendieran, seguno a segundo su rostro era más sombrío. Y por instinto o ganas de follar, subí a su cuello y lo besé.  Seguí besando hasta su cuello, y susurré: No sabes desde cuándo deseo ésto, tenerte en mi cama (dije darte mi mejor beso, pero significaba lo mismo) aquí, conmigo, en este cuarto, donde tantas veces te soñé.

Si bien mentí, yo lo sentía más real que cualquier verdad nunca antes dicha. Entonces dijo que estaba bien.

-Qué puta, me encantas, pensé.

Ella sola se quito la ropa, a la Chama siempre yo la desvestía, era raro. Su cuerpo asombroso:  vientre plano, caderas anchas, muslos blancos y grandes. Era de lejos, más sensual a nivel visual que la Chama. Quería ver su culo, que se veía irresistible a pesar de estar acostada boca arriba, gracias a sus caderas. Estaba afeitada. La besé más en los senos, luego su abdomen, su monte de Venus sin monte, me encantaba sentir las raíces de sus vellos en mi lengua. Y luego, su bulba. Me asusté, era enorme. la Chama la tenía pequeña como un pedacito casi imperceptible de piel o músculo. Éste era intimidante. Al lamerlo y empaparlo, perdí el miedo y gané ganas. Ella parecía no muy contenta, pensé que no le gustaba, le pregunté:

¿Cómo te gusta que te lo haga?

Dijo con desdén: No sé.

¿Cuando te tocas cómo lo haces? Pregunté

-No hago éso, es de lesbianas, y lo que haces también. Yo no necesito meterme el dedo, no soy así. Esas son las mujeres enfermas las que siempre tienen ganas y no se controlan.

Comprendí en aquel instante que había estado con chicos sin haber disfrutado, eran como si las palabras del cerdo más vil las que salieran de su boca. Entonces la sensación de pecado se hizo entonces de milagro, lo comprendí: Dios la había traído a mí para mostrarle el camino de cómo debe hacerse el amor para gozar con la pareja. Luego me abofeté mentalmente y me dije que no sea ridículo, que me la estaba cogiendo y listo, y que sí seguía perdería para siempre a la mujer que me amaba y mi pacto con Dios, y estaba a tiempo de salvarme, salvar mi gran amor.

-acerqué mi pene para metérselo-

-Yo no me cuido, dijo.

En ese instante recordé; al cerdo de su ex, a la llamada. Supe por intuición que le acababan siempre afuera y tal vez no siempre; pero cuando no, tomaba pastillas del día después. Sentí asco, Pero no pude tenerme. Acariciaba su clítoris con mi pene como si me pasara un cuchillo suavemente por la yugular. Pregunté con un cinismo inexplicable: ¿Quieres que use condón? Deseando que dijera que no, deseándolo, sin saber por qué, con toda mi alma.

-No, así no se siente igual, nada más acaba afuera, dijo.

Recordé a sus cerdos amantes, y sentí de nuevo el asco. Fui con ahínco a buscar uno, me lo puse y sentí que todo estaba bien, que no engañaba a la Chama. La penetré, a medida de que mi pene se hundía en ella sentía que perdía para siempre a la Chama, y a Dios, y me encantaba, sentir la liberación. La besé en los labios, sentí en su boca que así debía ser mi primera vez y no bajo ese absurdo pacto con Dios. Le susurré al oído que siempre había querido tenerla así, desde que la conocí. Era mentira, pero lo sentía real. Tal vez lo era, detrás de la inocencia de aquellos niños que fuimos. Creo que ella nos imagino de niños y se cohibió por un instante, luego lo sintió hermoso y me besó. No se movía, parecía muerta, me desesperaba. Pensé en sus prejuicios, la odié, y con ese odio la penetré furiosamente; y ella entreabría sus labios, sus ojos quedaban en blanco a medio cerrar, luego los cerraba y mordía sus labios para luego volver a estar en la posición anterior, pensé no sé por qué en la garganta de un sapo.

Le iba a pedir que sujetara mis nalgas para que me guíara, pero luego pensé que le diría a todos que soy gay, como suelen hacer esas mujeres prejuiciosas.

Seguía penetrándola y me dieron ganas de llorar; porque parecía muerta, ajena a mi piel. Sujete sus manos y las puse en mi culo, enojado. Le dije guíame. Ella calló, a los instantes me soltó y volvió a morir.

Yo buscaba con desesperación signos de vida, le dije ¿Quién es tu papi? Me miro con una mirada tan lúcida que me dio vértigo sentir que no perdía el control con mis empujones violentos.

-Di mi nombre, exigí.

Lo dijo, pero sentí desilusión  a escuchar ese tono que denotaba humillación y no placer.

Le dije que la quería en cuatro, abrió sus ojos saltones para decir que eso era de putas. Y para aclararme, como suelen hacer las putas: sin que le preguntase, que yo era apenas el segundo. Con un tono que se parecía mucho a esas mentiras que la gente repite como credo; a fuerza de que con la repetición, pierdan todo tono de nervios; pero a su vez, de vida.

Con voz de no tengo todo el día cabrón, dijo que tenía que irse. La penetré con todo lo que tenía: deseo y odio, y viceversa. Empezó a gemir como si un fantasma la poseyera, y me vine por primera vez en mi vida, dentro de una mujer. A pesar de que nunca lo había hecho sin condón. A la Chama siempre le acababa en la boca o en partes de su cuerpo. La Frentona jamás aceptaría eso, pero no fue por eso que acabé dentro, fue porque no tenía ya ni ganas de sacarlo. Nunca antes había acabado así, de mala gana. Como comiéndome la ensalada cuando era niño, con ganas de vomitar. Y llorar al sentirme tan defraudado. Eso fue un polvo con sabor a berenjenas.

La abracé, le dije que la quería, y mucho, que había sido hermoso. Y lo fue, lo sentía así, porque eso sentía mi corazón, es decir la parte de mí no egoista. La que me ve desde lejos, sin pensar en mis deseos.

-Me vestí para ir al baño.

Mi pene olía a semen y caucho. Me levante tan rápido que me mareé, pero seguí caminando, debía salir de ese maldito y miserable momento. Algo en mi subió como humo por mis piernas, rajó como navaja mi estómago, luego lo tenía en mi cabeza y mis ojos estaban en negro y blanco al mismo tiempo. Caí como en cámara lenta hacía atrás perdiendo el control de mí, y sonriendo, muerto de risa por dentro. Pensaba: Perdí a Dios y a la Chama para siempre.

Me desmayé.

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