martes, 12 de enero de 2016

Jenniffer Arevalo , carta I

Hola, Jenni, quería hablar contigo. Sé que podría hacerlo al revisar mis mensajes pendientes, pero es que cada cosa tiene su tiempo y por lo tanto hay una energía diferente para cada cosa, y la energía que me mueve ahora es la de escribirte esto, porque es en este y no en ningún otro espacio donde quiero que tú y yo seamos lo que no cabe en las palabras, que en vez de definirnos, susurran el camino recorrido.

 Desde que te miraba esos preciosos ojos mientras sonreías y desde que miraba tus colosales senos mientras te cogía durísimo, supe que tenía que escribirte; no sé qué, ni por qué, en el camino iría viendo, pero debía escribirte.

 Tal vez porque en mis conversaciones con esa amante tan sensible que es nuestra amiga en común, y que sufre tanto por mí, no porque yo no la quiera sino porque ella trata de adaptarme a sus patrones para comprenderme; esforzándose, sacrificándose y sufriendo, sin darse cuenta (a pesar de que suelo insinuárselo constantemente -en las pocas conversaciones que tenemos-) que uno sólo llega a comprender cuando abandona todo tipo de patrón de comparación y se arroja de plano en el abismo que es cada indecifrable instante. Tal vez porque en esa conversaciones... comprendí que han habido tantas mujeres maravillosas a las que no les he escrito nada, porque mi literatura se basa -o se ha basado- principalmente en gente demasiado idiota como para entenderme, y a partir de esa imposibilidad de tenerlo todo, mis textos eran un esfuerzo por comprender lo incomprensible; que ya por cierto no es tan incomprensible como una vez fue, porque el amor me permite comprender tantas cosas, y me permite cambiar de tal manera la naturaleza de mis escritos, que ahora por fin puedo escribir algo para ti, mi fiel compañera, mi amante incondicional, a la que me cuesta escribir sobre ella, porque cualquier palabra para describir lo bello de tu silencio, en vez de expresarlo, lo destruiría.

 Antes de que te fueras porque no podías no irte, me había llamado la Gringa, tal vez no lo recuerdes porque no te he hablado de ella aún, y no importa mucho porque no sé si vuelva hablarle de ella a alguien.

 Lo cierto es que su urgencia de verme que acortó nuestra interminablemente corta despedida, era para confesarme que se había besado con un chico y que probablemente nunca volveríamos a tener nada, porque sus padres y sus problemas y esas cosas que ni me interesaron saber porque tenía tan impregnada en sus explicaciones esa común esperanza absurda de quien sabe muy bien que todo está perdido y que no hay forma de empezar de nuevo.

La soledad y el silencio, ese profundo amor que tú y yo compartimos, Jenniffer Arevalo.

Pensaba que todos mis lindos sueños con la gringa se habían roto, no estaba resignado, la resignación implica un dolor del cual no pude padecer a fuerza de entender claramente lo que estaba pasando; pero sin duda alguna la fractura de esos sueños representaba para mí un aire casi inmoral de deslumbrante vitalidad: el camino elegido ya no estaba elegido, ahora todo, absolutamente todo, estaba por escribirse; en especial esta carta para ti, mi amor.


Luego, lleno de esta incomprensible dicha de la renuncia a negarme a renunciar; me adentré de nuevo a la siempre impredecible soledad sin conceptos. Pensaba en ti, en la dicha que me das, y en la Gringa con toda la bomba de confesiones que me había arrojado en ese terreno que ya estaba roto con antelación, roto de placer, del placer con el que me mataste, con el que me rompiste para volverme hacer de nuevo; porque aunque digas que me amas como soy, yo siento que cada vez que estoy contigo soy un hombre nuevo.

 Trataba de no comprender lo que la Gringa me dijo, y era liberador eso de ver tus emociones sin ponerle un nombre, sin asumir lo que son, sin dejar que el nombre tome el lugar del sentir; como son nuestras vidas de adultos. ¿Qué no acaso cuando somos niños lo primero que hacemos es aprender aunque no sepamos sino hasta muchos años después que eso que hacíamos era aprender?

 Me puse a leer a Octavio Paz, ese hombre es tan brillante, por un momento pensé en Bolaño, y además en otros escritores que también lo criticaban tanto, comprendí que es muy difícil ser auténtico en un mundo donde todo el mundo quiere ser prejuicio. Porque el prejuicio en común nos da la sensación de estar unidos, pero es una sensación totalmente absurda.

 Pensaba en todos esos escritores que son tan detestados por las nuevas generaciones, los que tienen el oficio de escribir y la disciplina y todo lo demás. De Fuentes a Vargas Llosa y el otro huevón mexicano que aún no he leído pero que todo el mundo dice que es genial, creo que se llama Alfonso Reyes, y creo que no debí decir su nombre porque ahora todos me dirán que es genial y que debo leerlo y tendrán razón, porque siempre tienen razón, lo que nunca tienen es la más mínima idea de lo que están leyendo. Por ejemplo, de que ahora esto es para ti y sólo importas tú.

 Escribí en la parte de atrás del libro: "¿Qué clase de intelectual seré? Pienso en Kant y citaré a Osho -Del cuál sólo conozco esta frase- al decir: Un hombre que ama una sola ciudad puede saber más del mundo que aquel que ha recorrido el planeta guiado por la ambición".

Tal vez me sentía algo angustiado, porque escribo muy poco a pesar de que pienso en cosas tan profundas, creo que me moriré y seré ese escritor genial que nunca escribió nada pero que todo el mundo aseguraba que era un escritor fantástico por sus conversaciones; quizá porque en la literatura las personas se dejan llevar, como no les gusta leer, piensan que el mejor escritor es el que habla mejor; al igual que piensan que el mejor poeta es un cantautor, sólo porque les da pereza leer. Pero, al final de cuentas, la conversación y la canción son artes en sí mismos, y mezclarlos o darle otro nombre para exaltarlos, sólo consigue menospreciarlos, porque no se puede reconocer algo que se compara con otra cosa.


¿Te acuerdas de la China? olvidé decirte que se fue, creo que ya no me quiere, no me duele su partida pero desde que no está escribo más. Tal vez por una necesidad de ser leído cada noche que sólo era llenada con ella. Porque la China es más que mi amante o mi mejor amiga -ambas etiquetas igualmente podridas- la China era un diario viviente, un cómplice de vida. Y sé - porque te sé muy bien- que ahora puedes estar pensando que trato de hacer de ti la siguiente China, pero la China es inigualable y tú no te quedas atrás, aunque suene tan absurdo y vacío ser tan simple y directo, pero no vayas tan allá, amor, vive conmigo lo que vivimos: que es, sin lugar a dudas, el signo que nos ha hecho amarnos.

Pero regresando a la lucidez luego de mis inherentes y absurdas oscilaciones entre brillantez y cursilería, recuerdo que empezaba a pensar en que debería hablar con los padres de la Gringa -por favor no me pidas explicarte porqué, eso en sí mismo podría dedicarlo a otro texto completo, que no tenga tanto que ver contigo, y en especial, que no sea escrito esta noche-, pero comprendí que tratar de hacer algo solamente porque me conviene, es tan absurdo, es decir, por qué sufrir tanto al pensar en lo que debería ser si el deber ser sólo puede ser en el ahora, que es el sitio donde todo cambio tiene una acción inmediata y no una prolongación del sufrimiento, una esperanza, un derroche de vida, es decir, de tiempo.

 Entonces me di cuenta que preocuparme por qué tipo de escritor seré, es ridículo y sin sentido, porque soy este escritor, el que escribe una carta a Jennifer Arevalo, y no necesito ser nadie más; aquí, contigo, soy todo lo que necesito ser. Y sé que esto dice muy poco de quién eres, además de tu nombre y de tus bellas tetas, pero qué mayor prueba de tu belleza, tu belleza completa y real, que esto: un escrito que no trata de describir qué o quién eres, sino un escrito que tenga palabras que sólo pueden ser dirigidas hacia ti.

Como siempre, como siempre, mi amor, como siempre. Me voy con la sensación de que pude haberte dicho más, pero el tiempo, y las palabras, y la vida, cuando es contigo, jamás es suficiente.




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