miércoles, 24 de febrero de 2016

Te quería contar que tuve un día normal, pero no ordinario.

Hola, mi amor, sólo te escribo esto porque me acaban de pasar muchas cosas hermosas en el paseo de hoy, y lo único que me gusta tanto como las cosas que me pasan es tener este tiempo para compartirlo contigo. Hoy fue el primer día en meses en el que no tengo que salir abrigado. Fue cálido, como son los días que empiezan a oler a primavera. El atardecer era hermoso y eterno, y las águilas volaban con elegancia y furia. Realmente no eran águilas, pero se parecían mucho, así que prestémosles ese nombre. Sólo me interrumpieron el atardecer dos chicas muy guapas que pasaron en una camioneta muy bonita, me sentí mujer venezolana, porque en Venezuela los hombres son los que tienen los carros y las mujeres sólo se limitan a acostarse con el que tenga el mejor. Las chicas venían conversando y dejaron de hablar. Me observaron, yo estaba viendo el atardecer, y ellas tuvieron esa reacción típica en las mujeres de sentirse intimidadas pero no del todo incómodas cuando un chico las mira. Es la primera vez que las veía, viven en una casa relativamente nueva de esta zona. Sentí deseos al verlas, luego algo de miedo, y alguna inquietud posesiva, pero me di cuenta de esto, y sólo lo solté, no quise pensar en nada, ni imaginar cómo acercarme ni qué decirles, sólo eran dos niñas hermosas en un precioso atardecer. Cuando miré de nuevo el cielo, el sol hacía ver negros los últimos árboles del ocaso, y parecía el lomo un tigre, y frente a mí había un charco, y sentía como ese tigre nadaba conmigo. Mire hacía atrás y se avecinaba la luna, todo el día estuvo aquí, pero ahora era su turno de estar sola, como de costumbre, y se sacudía el sueño para vivir su noche. A lo lejos habían venados, jugando a no ser cobardes, pero un ruido los paralizó con su lúgubre forma que tienen de olvidar lo que no son. El ruido era el de un coche, algo cómico, como de carreras de fango, y venían en él las dos chicas con cascos que las hacían ver como un par de hermosos cocodrilos con melenas amarillas de oro (una tenía lentes, qué divertida imagen). Y pasaron de largo y por un instante me comparé y me sentí tan inferior y tan deseoso de tenerlas y demostrarles que no lo soy. Pero me di cuenta, y dejé de compararme, y fue suave, liberador; me regresé al atardecer, pero tuve que quitarme porque venía una estampida de pequeñas y furiosas golondrinas (ni siquiera sé cómo son las golondrinas, sólo es por darle un nombre, es decir, una sombra, a lo que pasó), que fue seguida de otra y de otra, y también vi más águilas volando en círculos con la punta de sus alas con plumitas que parecen dedos. Pero el atardecer ya no era el mismo, y al fondo se oían niños jugando. Venían de regreso los hermosos cocodrilos, la que no tenía lentes me saludó con la mano, yo también con la mano pero sólo sonreí por dentro, (no me interesa saber por qué), y siguieron. Pero luego se detuvieron, y más allá de lo que pudieron imaginar mis deseos, surgió un diálogo:

-Linda barba. 
-Siempre me lo dicen. 
-(risas pícaras y tímidas) 
-Qué odioso eres. 
-Eso también me lo dicen siempre. 
-(con aire de despedida y ternura) bobo. 
-Deberías ser más creativa, porque eso también me lo dicen mucho. 

Y simplemente bajé mis ojos y sonreí, y no sé por qué pero sentí que me veía absolutamente tierno en ese momento mientras ellas seguían en su tarde que ahora era parte de la mía. La voz molesta de mi padre sonó en mi mente llamándome tonto por no hacer algo para acostarme con ellas. Pero mi padre jamás ha comprendido que la belleza de la vida no está centrada en un punto sino repartida en todas las cosas. Y seguí mi camino, un poco contento, no lo niego, de tener tantas cosas hermosas para contarte, y de tener muchas más para callar, porque siempre -afortunadamente siempre- hay cosas que ninguna palabra puede arrancar del alma.

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