viernes, 27 de enero de 2017

Diario de Raga, día tres.

Mi madre dice que lo heredé de mi padre, y probablemente sea cierto, pero el hecho es que me aburro muy fácil de las personas.

Cuando conozco a alguien me emociono, no sé si sea por ellos o por la oportunidad de volver a empezar de nuevo, es como un poema, las primeras líneas de un texto, eso que nace sin que te des cuenta, y por lo general una vez que entras en conciencia de que estás haciéndolo, lo has arruinado, y debas terminarlo por puro deber o falsa modestia.

Ahora que lo pienso creo que uno no se aburre, sino que se bloquea. Nos enfrascamos tanto en algo que queremos, que todo lo demás se vuelve un obstáculo entre nosotros y nuestros deseos. Como cuando vas a hacer algo y alguien te pide un favor que te retrasara en el proceso de obtener lo que buscas y eso te pone de un indisimulable mal humor.

El problema de los deseos es que son mecánicos, son parte de la memoria, son una incesante máquina de repeticiones que inherentemente está condenada a embotarnos la sensibilidad. Y la única respuesta que hemos hallado a esto y que venimos practicando desde los milenios, es la de cambiar un deseo por otro, pero todos nos llevan al mismo lugar, al mismo tedio, a la costumbre.

¿Cómo nace el deseo? posiblemente nace de la necesidad de sentirse seguros, la necesidad fundamental de toda criatura viva, y hemos hecho de la memoria ese lugar en donde nos sentimos seguros, aunque realmente no lo estemos, sólo creemos estarlo. Y, paradójicamente, al sentirnos seguros en la memoria, o en una idea, o en una creencia, generamos una inseguridad interminable producto del miedo, no a lo desconocido, sino que a lo que conocemos (lo que nos da la ilusión de seguridad), llegue a su fin.

Pero se me acaba el tiempo, aunque desee seguir ahondando en esto, hay ciertas cosas que interfieren en ello. Tal vez podamos seguir con este tema en otra oportunidad.

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